miércoles, 16 de abril de 2025

YO SOY LA NIÑA...

Yo soy la niña del fueguito en el corazón.

Yo soy la niña que tiene los sueños grandes, la que imagina que puede volar y atravesar el tiempo, la que construye fortalezas con sus juguetes, la que cocina pasteles de lodo.

Yo soy la niña que aprendió a leer a los tres años, la que conoció la injusticia a través de Víctor Hugo.

Yo soy la niña que tiene un hermanito al que, a escondidas, lo carga de la cuna a su cama para dormir abrazada a él.

Yo soy la niña que recorta revistas y construye cómo va a ser su casa, la que escribe canciones y poemas.

Yo soy la niña que escucha audiocuentos, la que se conmueve hasta las lágrimas cuando la Sirenita se convierte en espuma de mar.

Yo soy la niña que despierta a las 5:00 de la mañana para pedirle a su papá que le ponga la película de Rainbow Brite antes de irse a trabajar.

Yo soy la niña que disfruta la crema de zanahoria y los bigotes de arroz que hace su mamá.

Yo soy la niña que desayuna plátano con refresco para no despertar a sus papás.

Yo soy la niña que sonríe, la que tiene hambre de nubes, la que —aún sin saberlo— defiende su libertad siendo como quiere ser.

Yo soy la niña que añora acercarse a la ballena, la que juega a vivir otras vidas en otros tiempos y espacios, la que canta y baila.

Yo soy la niña que quiere que ese fueguito que anida en su corazón no se extinga, que se avive junto con ella e ilumine lo que toca.

sábado, 9 de julio de 2022

FOTOBORDAR (contado a una mano y voz)

Como conté en la entrada anterior, la pandemia me trajo reconciliación con el bordado y a partir de ello me puse a experimentar con diferentes formas y materiales para hacerlo. Una de estas formas fue realizar transfer de imagen a tela y bordar sobre ella. Me gustó mucho el resultado.

Una de mis primeras pruebas de transfer de foto a tela.

A raíz de esto empecé a pensar en el significado de la palabra fotografía que escuché hace años en la universidad: pintar con luz. Fue así que empecé a ver en los hilos ese pigmento que trasmutaría la luz en hilos y éstos al textil. Con ellos podría pintar y resignificar la imagen que había plasmado en la tela.

Continúe bordando en forma personal hasta que llegó enero de 2022 y nos anunciaron el regreso a clases presenciales. Volvería a ver a mis alumnos “en 3D” y con ello tendríamos nuevamente otras posibilidades para desarrollar nuestro curso de apreciación artística.

En la recta final del semestre abordo las diferentes expresiones artísticas que se desarrollan en México e invariablemente platico con mis alumnos acerca de las actividades artesanales que se desarrollan en nuestro país. A partir de ello, pensé que sería interesante desarrollar un proyecto que conjuntara la actividad artesanal junto con el proceso de desarrollo de una pieza artística. Me motivaba mucho la idea de realizar algo que nos alejara un poco de la  virtualidad en la que estuvimos atrapados a lo largo de estos dos años: indudablemente pensé en el fotobordado.

No obstante, al tratar de materializarlo hacia mis clases, pensé que realizar el fotobordado en tela podría ser más complejo por las condiciones económicas, de espacio y de acceso a materiales de mis alumnos, así que pensé que tal vez sería mejor realizar esta actividad en otro material que había empezado a explorar no hace mucho: el papel.

Fue así que conformé una lista de materiales que son fáciles de encontrar en la vida cotidiana de mis alumnos y que aquellos que tuvieran que comprar fueran económicos y fáciles de conseguir.

El momento había llegado. Algunos alumnos ya habían tenido algún acercamiento en talleres de la secundaria o en sus casas y ellos fueron los encargados de ayudarme a transmitir 10 puntadas básicas que conformarían un muestrario personal y con el cual se enfrentarían a la intervención de la imagen.

Muestrario de las puntadas básicas realizado por una
 de mis alumnas sobre una base de cartón.

Fue muy bonito ver cómo este grupo de alumnos aprendían las puntadas que les iba enseñando y, a su vez, ellos las replicaban a los compañeros que conformaban su equipo. Estaban todos sentados en círculo como aquellos círculos de mujeres bordadoras que hemos visto en diferentes contextos a lo largo de la historia, pero aquí sin distinción de género. Tal vez sin la noción del significado simbólico de esto, platicaban mientras bordaban, es decir, se compartían en cada puntada.

Ya que cada alumno terminó su muestrario, les mostré cómo es que íbamos a intervenir la fotografía que ellos habían elegido. Yo les compartí la técnica, pero ellos pintarían la imagen con sus hilos, su imaginación y su corazón.

Tal vez ellos no se dieron cuenta en ese momento, pero cuando expusieron sus resultados finales yo aprendí más de cada uno que lo que ellos aprendieron de mí en este proceso de foto bordado. Cada alumno y alumna plasmaron en esas imágenes sus historias, sus emociones y todo ese mundo interno que tienen en cada uno esperando a salir.

Sin más, les comparto algunos resultados de la maravilla que fue esta actividad.

NOTA: Como contexto al título de esta entrada, dejo anotado que es doblemente significativa esta publicación pues, tras realizar una actividad profundamente manual, me encuentro ahora dictándole a la computadora y corrigiendo con una mano durante mi recuperación de la cirugía de la otra mano (razón por la cual también les pedí a mis alumnos que, si gustan, anoten en los comentarios cuál es su fotobordado para que no queden anónimos).


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jueves, 17 de septiembre de 2020

RECONCILIACIÓN

Mi relación con el bordado empezó en la escuela de monjas. Tenía yo 5 años y ya nos ponían a bordar un mantel. Tengo muy fijado el recuerdo de cuando por fin sentí que había podido avanzar mucho y, al levantar la tela para enseñarle a mi mamá, resulta que había cocido con todo y mi pants y tuve que deshacer todo (aunque yo hubiera preferido cortar el pants para no tener que empezar de nuevo).

En la primaria una vez nos pusieron a bordar un mandil para darle a nuestras mamás el 10 de mayo. Recuerdo que era doble vista, por lo que el bordado en la tela no tenía qué pasar al lado de plástico. Yo no entendí eso y lo hice pensando que el lado de plástico era el revés y la maestra me dijo que había quedado mal y que le iba a entregar a mi mamá algo que se veía feo. Yo hasta me sentí culpable de darle eso a mi mamá.

Después, cuando entré a la secundaria, me tocó el taller de bordado y tejido. Yo no quería estar ahí, así que arreglé con el maestro de dibujo técnico el meterme a su clase y que éste le pasará mi calificación a la maestra de bordado, quien era su esposa. Aceptaron, pero sólo me duró dos clases porque la directora hizo su rondín y, ver a una señorita metida en un salón con puros caballeros (recuerdo que así nos llamaba), era inconcebible.

Ese taller lo sufrí porque la maestra nos deshacía todo si por la parte de atrás no quedaba como "tenía qué quedar al hacer bien la puntada". Odiaba que el hilo se me enredara a mitad de mi avance y que tuviera de cortarlo y empezar de nuevo. Me chocaba hacer servilletas para las tortillas y mandiles que nunca iba a usar. Odié que el único mantel que logré terminar, se lo clavara mi maestra.


Creo que nunca me enseñaron que bordar podía ser chido y no fue sino hasta muchos años después que, en una ocasión, una amiga me invitó a tomar una clase de bordado con ella a una cuadra de donde vivía. La clase la daba una señora en la calle: ponía unas sillas sobre la banqueta y la gente llegaba a sentarse y a bordar. Ella vendía el material y te iba diciendo cómo hacerle mientras todas chismeaban. Ahí reviví mi trauma porque me llamaba la atención (pero sin regañarme) si no hacía bien la puntada, pero al mismo tiempo, me emocionaba ver que lo que hacía empezaba a verse bonito y que podía estar platicando con mi amiga.

No seguimos mucho tiempo, pero sembró la cosquilla de querer hacer cosas de forma más libre.

Y entonces, en esta cuarentena, me decidí a intentar bordar de nuevo, logré comprar unos cuantos hilos y me he puesto a bordar dejando de lado la presión de si está bien o no la puntada técnicamente. En este proceso, me puse a buscar videos e imágenes en Pinterest y también me enteré que Bordaetumadre, cuenta que sigo desde hace mucho tiempo, tenía un taller en línea y me inscribí. Recordé puntadas que ya conocía y aprendí varias nuevas. Me dejé llevar por cada parte del bordado sin ningún prejuicio, como si nunca hubiera tocado hilo y aguja y empecé de cero: escuchando a mi corazón y disfrutando cada puntada.

Hice este proyecto con materiales que ya tenía y/o que pude ir consiguiendo porque todavía no abren todas las tiendas en la CDMX (además de que salir mucho nos pone en riesgo aún). Para finalizar, pinté el bastidor con acrílica que ya tenía.

Este curso me significó el reconciliarme con algo que aprendí a hacer y que quiero desarrollar ya no desde la frustración, sino desde el disfrute.

Ahora ya estoy picada borde y borde.

Aquí los resultados. Lo veo y sonrío.


lunes, 21 de octubre de 2019

Estas son mis manos


En la semana me enteré de que el 17 de octubre es (fue) el Día Internacional contra el Dolor y no pude sino pensar en cuántas personas hay en el mundo que sufren dolor y su entorno no lo sabe, o lo sabe, pero no lo ve y no lo dimensiona. En esta ocasión no me refiero al dolor emocional, sino al dolor físico.



Todos hemos sentido dolor cuando, digamos, nos golpeamos con algo, o nos duele la cabeza, o el estómago porque comimos algo que nos hizo daño. Son dolores que experimentamos, atacamos con medicamentos y/o cuidados y listo, pero… ¿qué pasa cuando el dolor está ahí, las 24 horas del día y, además, te incapacita de una manera que no se ve, pero se siente?

No llevo bien la cuenta, pero llevo poco más de 5 años sintiendo ese dolor constante, sólo que ahora se ha vuelto más fuerte, más constante y, a veces, más incapacitante. ¿La razón? Neuropatía periférica en ambas manos.

Este tipo de neuropatía se debe a un daño en los nervios periféricos y normalmente se da en manos y piernas, pero a mí —al menos hasta ahora— sólo me pasa en las manos.
Es curioso, pero supongo que, así como nos acostumbramos a tomar el café con ciertas cucharadas de azúcar, uno se acostumbra al dolor. El dolor lo siento todo el día, pero a veces es tan tenue, que pareciera que lo olvido. Y así he vivido estos últimos años: acostumbrada a un dolor que nunca se va.

Sin embargo, el dolor a veces aumenta y se vuelve tan insoportable, que no puedo ni dormir.

Me es difícil describirles el dolor neuropático porque es una mezcla de diferentes sensaciones: a veces se siente como un ardor interno y otras veces parece que quema. Generalmente lo anterior se acompaña de un hormigueo, como si fueran descargas eléctricas y, sobre todo por las mañanas, mis manos se sienten entumidas y no puedo cerrarlas completamente.

Es raro, pero el dolor también me ha hecho consciente de algunas cosas con relación a cuán complejas son las tareas que realizan nuestras manos y que no es lo mismo sostener, que jalar, o apretar, o girar.

La neuropatía periférica sí es incapacitante en ocasiones y en recientes fechas he pensado mucho en la falta que hace que se hable de ello pues que, como el dolor no se ve, pareciera que no existe para el entorno. Esto me hace recordar algo que me pasó no hace mucho: iba yo subiendo al Metrobús y una señora no me dejó sentar en un lugar libre para poder sentarse ella con el argumento de que yo era más joven y que podía ir parada. ¿Cómo le explica uno en dos segundos que, desde que el dolor aumentó, prefiero ir sentada en el transporte público porque sostenerme del tubo o de las agarraderas de los asientos me produce dolor y entumecimiento? Parece imposible.

Supongo que cada quien vive la neuropatía periférica de diferente modo (no conozco a nadie cercano que la padezca, en realidad), pero en mi caso me hace difícil realizar muchas tareas que para muchos resultan hasta ridículo que no pueda hacerlas. Por ejemplo: me es difícil abrir la taparrosca de cualquier botella (a veces me es imposible), exprimir un limón a mis tacos, servir agua de una jarra, asir cualquier frasco o botella ancha (aunque quepa en mi mano), exprimir un trapo o una jerga, agitar el café o el agua con una cuchara para que se disuelva el azúcar, escribir a mano de manera prolongada, grabar un video con el celular, colgar la ropa en un gancho, ponerme rímel o lavarme los dientes…

A esto, hay tareas que me son fáciles si hay ciertas variantes. Por ejemplo: me es más fácil llevar una bolsa del súper colgando de mi brazo, aunque esté pesada; que agarrar con la mano una bolsa de pan con menor peso. En el caso de escribir a mano, descubrí unas plumas Paper Mate que me permiten escribir por más tiempo que con otras. Agitar con la cuchara me es más fácil si la agarro con toda la mano (como si fuera un niño aprendiendo a comer con cuchara), que como comúnmente lo hacemos utilizando el pulgar, índice y dedo medio. Cuando lavo trastes, me es más sencillo lavar un vaso o una taza, pero es doloroso lavar un plato.

Y es así que uno se adapta a vivir con el dolor. Incluso creo que hasta el entorno, tu gente cercana, no dimensiona que sí es un suplicio a veces hacer tareas que son comunes y que normalmente no deberían ser molestas físicamente, y por eso también una siente, muchas veces al día —todos los días— que exagera.

Pero no. El dolor neuropático duele, duele mucho.

viernes, 7 de noviembre de 2014

Minificciones macabras

CUMPLEAÑOS MACABROS


Las voces acudían puntuales a las fiestas en los psiquiátricos.

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Su compulsión lo llevó a hacer fiestas interminables en las que todo se repetía desde el principio si algo salía mal.

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Desde niño, el pirómano soñó con el día en que su pastel rebasara las 100 velitas.

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La última voluntad del condenado a muerte era partir el pastel de su próximo cumpleaños. Ningún invitado sobrevivió.

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Nunca imaginó que el regalo de su primer cumpleaños sería la confirmación de su inexistencia.

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Todos temían el momento de partir el pastel vudú.

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El zombi abría con desesperación sus regalos: una oreja, dos pies, dedos y narices de varios tipos... nunca el osito de peluche que esperaba.


miércoles, 2 de octubre de 2013

Un hombre

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Hubo un hombre que terminaba todas sus cartas escribiendo: te beso infinitamente…

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El método más escalofriante es sólo para saber si él es humano.

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La prueba de que él era humano se perdió en la única lágrima que derramó cuando te fuiste.

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El hombre se tornó mortal, mas no supo de su existencia hasta que murió. 

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El hombre compró una vida, pero no le alcanzó para disfrutarla.

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“No sé si este mensaje llegue a su destino, pero si es leído, guárdese en el corazón”, leyó el hombre antes de caer rendido ante alguien a quien no conocería nunca.

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Y, poco a poco, las cartas del hombre eran enterradas por otras letras, otras realidades, otras experiencias, por personas que sí existían.

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sábado, 22 de junio de 2013

Así se fue Emilio...

Uno se consuela diciendo que nos quedan los recuerdos y lo vivido, pero la verdad es que quien muere parece echarlo todo en una maleta y marcharse con ella.

La muerte nos deja con una soledad inimaginable. 

Emilio llegó a casa cuando tenía apenas 6 meses de edad. Todavía no alcanzaba su tamaño final y su trato con nosotros era temeroso. Mi hermano se aventó a jugar con él y se lo ganó rápidamente con una pelota de béisbol. Luego le entré yo y terminamos los tres corriendo por todo el patio. 

Emilio nos enamoró desde el primer instante: su incomparable color blanco aderezado con motas de miel, pecas doradas, mirada atenta cada que escuchaba que alguien llegaba, ese andar como si tuviera todo el pedigrí del mundo y la tranquilidad de echarse a un lado de ti.



A Emilio le gustaba salir a correr. La primera vez que yo fui con él al río me dio mucho miedo que lo soltarán pues, al instante, salió disparado y desapareció entre los árboles. Sin embargo, en menos de 3 minutos lo volví a ver corriendo de regreso. Y así era: corría, se perdía y regresaba. Siempre regresaba.

Todas las noches reclamaba su pedazo de pan. Bolillo o concha, Emilio era feliz con el postre de cada día.

Un día, cuando llegamos a casa después de vacaciones, nos recibió la noticia de que Emilio se había caído del segundo piso. Milagrosamente estaba a la perfección. Creo que él nunca lo padeció pues recuerdo cómo podía brincar, sin ningún problema, al otro lado del sillón que lo separaba de la puerta de salida al patio. Era como un felino.

Por las mañanas había ocasiones en las que entraba a la habitación mía o de mi hermano. Con Ángel era más rudo, azotaba la puerta y le caía encima mientras lo olfateaba y aplastaba con sus patas. Conmigo abría la puerta tranquilamente, se asomaba y si veía movimiento subía a resoplarme en la cara.

En una ocasión se quedó encerrado en la azotea mientras fuimos a comprar cosas a la papelería y, a nuestro regreso, Emilio ya estaba abajo. Caminaba errante y se notaba desorientado. Otra vez se había caído desde el segundo piso. Revisión médica y 2 radiografías después, todo bien. Estaba claro que teníamos que cerrarle el paso a la marquesina, pues Emilio era una especie de temerario de las alturas (o suicida en potencia).

Como muchos perros, Emilio odiaba las fiestas patronales llenas de cuetes, los truenos lo asustaban y las lluvias torrenciales lo ponían nervioso. En esos casos, le gustaba estar cerquita de nosotros, sentir que había gente con él. Sólo así dormía.

Emilio también era de cuidar, pues no era muy afecto a la gente extraña. Ladraba a todo el que entraba en casa, pero unas palabras dulces del visitante lograban calmarlo. No voy a mentir: Emilio también tenía sus indeseables. 

Cierta mañana, uno de mis primos estaba limpiando a su lagartija cuando escuchamos que algo cayó. Al instante, mi primo nos dijo que Emilio había caído a un lado de él. No supimos cómo hizo para saltar la barda que ya se había construido tiempo atrás. Esta vez Emilio tuvo menos suerte pues se fracturó una pata. 

Impresionantemente, tres meses después de estar enyesado, Emilio volvía a correr de un lado a otro a pesar de la leve cojera con la que quedó.

A Emilio le pertenecieron las chambritas que iban dejando los primos y que a él servían de abrigo, tuvo diferentes camas (a últimas le encantaba meterse a una caja de unicel), compartió parte de su vida y paciencia con un Basset Hound llamado "Chacho" y peleaba con un french que vivió poco tiempo con nosotros.

Emilio cumplió 19 años el febrero pasado: ya se notaba cansado, ya no subía las escaleras de un solo salto, la cojera era más evidente, se le había tenido qué cambiar a una dieta más blanda pues ya no tenía todos sus dientes, le costaba trabajo moverse mucho cuando hacia frío y al parecer a ratos tardaba un poco en identificarnos. Aún así, Emilio seguía mostrando su carácter noble, sus ganas de ser acariciado, la algarabía que le permitía el movimiento de su cola, su ladrido que nos decía que estaba alerta.

Y así se fue Emilio: echó sus 19 años 4 meses en la maleta y nos dejó sólo la cena que ya no comió esa noche.

Silencio.