jueves, 17 de septiembre de 2020

RECONCILIACIÓN

Mi relación con el bordado empezó en la escuela de monjas. Tenía yo 5 años y ya nos ponían a bordar un mantel. Tengo muy fijado el recuerdo de cuando por fin sentí que había podido avanzar mucho y, al levantar la tela para enseñarle a mi mamá, resulta que había cocido con todo y mi pants y tuve que deshacer todo (aunque yo hubiera preferido cortar el pants para no tener que empezar de nuevo).

En la primaria una vez nos pusieron a bordar un mandil para darle a nuestras mamás el 10 de mayo. Recuerdo que era doble vista, por lo que el bordado en la tela no tenía qué pasar al lado de plástico. Yo no entendí eso y lo hice pensando que el lado de plástico era el revés y la maestra me dijo que había quedado mal y que le iba a entregar a mi mamá algo que se veía feo. Yo hasta me sentí culpable de darle eso a mi mamá.

Después, cuando entré a la secundaria, me tocó el taller de bordado y tejido. Yo no quería estar ahí, así que arreglé con el maestro de dibujo técnico el meterme a su clase y que éste le pasará mi calificación a la maestra de bordado, quien era su esposa. Aceptaron, pero sólo me duró dos clases porque la directora hizo su rondín y, ver a una señorita metida en un salón con puros caballeros (recuerdo que así nos llamaba), era inconcebible.

Ese taller lo sufrí porque la maestra nos deshacía todo si por la parte de atrás no quedaba como "tenía qué quedar al hacer bien la puntada". Odiaba que el hilo se me enredara a mitad de mi avance y que tuviera de cortarlo y empezar de nuevo. Me chocaba hacer servilletas para las tortillas y mandiles que nunca iba a usar. Odié que el único mantel que logré terminar, se lo clavara mi maestra.


Creo que nunca me enseñaron que bordar podía ser chido y no fue sino hasta muchos años después que, en una ocasión, una amiga me invitó a tomar una clase de bordado con ella a una cuadra de donde vivía. La clase la daba una señora en la calle: ponía unas sillas sobre la banqueta y la gente llegaba a sentarse y a bordar. Ella vendía el material y te iba diciendo cómo hacerle mientras todas chismeaban. Ahí reviví mi trauma porque me llamaba la atención (pero sin regañarme) si no hacía bien la puntada, pero al mismo tiempo, me emocionaba ver que lo que hacía empezaba a verse bonito y que podía estar platicando con mi amiga.

No seguimos mucho tiempo, pero sembró la cosquilla de querer hacer cosas de forma más libre.

Y entonces, en esta cuarentena, me decidí a intentar bordar de nuevo, logré comprar unos cuantos hilos y me he puesto a bordar dejando de lado la presión de si está bien o no la puntada técnicamente. En este proceso, me puse a buscar videos e imágenes en Pinterest y también me enteré que Bordaetumadre, cuenta que sigo desde hace mucho tiempo, tenía un taller en línea y me inscribí. Recordé puntadas que ya conocía y aprendí varias nuevas. Me dejé llevar por cada parte del bordado sin ningún prejuicio, como si nunca hubiera tocado hilo y aguja y empecé de cero: escuchando a mi corazón y disfrutando cada puntada.

Hice este proyecto con materiales que ya tenía y/o que pude ir consiguiendo porque todavía no abren todas las tiendas en la CDMX (además de que salir mucho nos pone en riesgo aún). Para finalizar, pinté el bastidor con acrílica que ya tenía.

Este curso me significó el reconciliarme con algo que aprendí a hacer y que quiero desarrollar ya no desde la frustración, sino desde el disfrute.

Ahora ya estoy picada borde y borde.

Aquí los resultados. Lo veo y sonrío.